Juan había nacido en el interior de la provincia de Buenos Aires.
A comienzos de 1920, apenas estrenada su mayoría de edad (21 años, por entonces), decidió mudarse a la Capital.
No conocía a nadie, en la Gran Ciudad. El dinero que tenía en sus bolsillos podría llegar a alcanzarle para un mes de alojamiento, en una pensión.
Caminó desde la estación de trenes, cuadras y cuadras, buscando un lugar económico para vivir.
Un cartel, escrito en manuscrita, muy prolijo, lo llamó a acercarse.
Se alquila pieza
Llamó, con sus palmas. Escuchó pasos acelerados, que se acercaban.
Cuando abrió la puerta, una muchacha de no más de 17 años, bellísima, salió a recibirlo.
—<span style="white-space: pre;"> Sí, señor, ¿qué necesita?
—<span style="white-space: pre;"> Una habitación, por favor.
—<span style="white-space: pre;"> ¿Por cuántos días?
—<span style="white-space: pre;"> Espero que por muchos. Vengo a trabajar aquí. Mi nombre es Juan Fernández.
—<span style="white-space: pre;"> Yo soy Julieta, la hija del dueño de la pensión. Él se llama Manuel Blanco. Pase, por favor.
—<span style="white-space: pre;"> Juan no podía dejar de mirarla.
La habitación era pequeña, pero limpia, luminosa, aireada.
Cuando Juan quedó solo en su nuevo dormitorio, sacó de su humilde valija, unos dibujos de su autoría.
Pasó unos segundos contemplando aquel rostro, creado por él, hacía unos meses.
Un suave golpe en la puerta lo sobresaltó.
—<span style="white-space: pre;"> Disculpe… La cena es a las 20:30 hs. Le pido que sea puntual, para evitar enojos de mi tía Clara.
—<span style="white-space: pre;"> Estaré en el comedor a la hora indicada.
Julieta fijó sus ojos en el retrato que Juan tenía en su mano.
Tímidamente preguntó:
—<span style="white-space: pre;"> ¿Lo dibujó usted?
—<span style="white-space: pre;"> Sí — respondió alcanzándole el retrato.
—<span style="white-space: pre;"> Julieta quedó en silencio, unos segundos.
—<span style="white-space: pre;"> ¡Es increíble! Son tus ojos. Y ella es… mi nieta, de quince años.
—<span style="white-space: pre;"> ¿Cómo? Habrá querido decir Mi abuela, cuando tenía quince años.
—<span style="white-space: pre;"> No, no. No me equivoqué. Dibujé este rostro en base a un sueño que estoy seguro que se hará realidad. El mismo transcurre en 1995.
—<span style="white-space: pre;"> ¿Cómo puede ser?
—<span style="white-space: pre;"> Es extraño, pero es así. Serás la abuela de Lucila, dentro de muchos años.
Julieta no sabía qué decir. Un llamado, a gritos, de Clara fue la excusa perfecta para escaparse de la situación
—<span style="white-space: pre;"> ¡Nena!, ¡te necesito en la cocina! ¿Estás por ahí?
—<span style="white-space: pre;"> Sí, tía, ya voy.
Juan acomodó todo en el pequeño ropero.
Eran las 19 hs. Tenía que dar una buena impresión, de modo que eligió un elegante traje para su primera comida en la ciudad y un par de zapatos con poco uso.
Se higienizó. Se peinó. Se vistió. Apenas pasadas las 20:15 hs. estaba instalado en el comedor.
—<span style="white-space: pre;"> Siéntese allí por favor — dijo Lucía, indicándole la silla que estaba frente a la suya.
—<span style="white-space: pre;"> Es temprano todavía. ¿Vuelvo más tarde?
—<span style="white-space: pre;"> Quédese. Yo regreso en unos minutos.
—<span style="white-space: pre;"> Gracias.
Inmediatamente entró el señor de la casa. Juan se puso de pie, le dio la mano, y se presentó:
—<span style="white-space: pre;"> Buenas noches. Me llamo Juan Fernández. Gusto en conocerlo.
—<span style="white-space: pre;"> Igualmente. Mi nombre es Manuel. Bienvenido.
—<span style="white-space: pre;"> Gracias.
A medida que iban llegando los comensales, Manuel se los iba presentando a Juan. Eran seis pensionistas, además de él, y la familia estaba compuesta por Julieta, su padre y su tía paterna. La madre había fallecido de una enfermedad terminal, hacía tres años.
— ¿A qué se dedica, Juan? — preguntó Manuel, cuando todos estaban sentados a la mesa.
—<span style="white-space: pre;"> Soy dibujante. Pero trabajaré en lo que sea, momentáneamente. Tengo experiencia. Antes de que terminara el colegio, ya había sido empleado en diferentes rubros: ayudé en el almacén del pueblo, cuidé ancianos, colaboré con el maestro de la escuela…
—<span style="white-space: pre;"> Lo felicito, Juan. No todos los jóvenes de su edad pueden desempeñarse solos en la vida — dijo Manuel.
—<span style="white-space: pre;"> Gracias, señor.
Durante la cena, continuaron conversando. Una vez terminada, Juan ya tenía una noción sobre la vida de sus nuevos compañeros y de los dueños de casa.
Al día siguiente, muy temprano, Juan comenzó su búsqueda laboral.
Recorrió diversos lugares, en muchos de los cuales le pedían una referencia.
Al regresar, al mediodía, Julieta, preocupada, le preguntó qué le había sucedido, ya que no había estado para el desayuno.
Él se disculpó por no haber avisado que saldría a buscar trabajo.
Más de media hora los separaba de la hora de la comida, de modo que se sentaron a conversar.
Juan no se atrevió a continuar la charla de hacía unas horas, prefirió hablar de su infancia, de su pueblo, y de sus proyectos.
Julieta pudo comprobar la coherencia de cada uno de sus comentarios.
Cuando se sentaron a almorzar, continuó la misma temática.
Sólo eran cinco alrededor de la enorme mesa. Es resto se encontraba en sus respectivos empleos o lugares de estudio.
Luego de dormir una siesta, Juan volvió a salir. Esta vez, llevó sus elementos de dibujo. Había mucho material en esa ciudad desconocida.
Regresó al atardecer, con sus nuevas creaciones.
Durante la cena, se sintió mucho más distendido que en la noche anterior. De todos modos, habló poco. Se limitó a escuchar a sus compañeros.
Las miradas entre Julieta y Juan eran tan intensas, como cómplices. Tenían una conversación pendiente.
Clara lo notó e hizo un gran esfuerzo como para no intervenir, con alguna broma.
A la mañana siguiente, Julieta madrugó más que de costumbre, y sorprendió a Juan con un desayuno.
— No hay que comenzar una dura jornada, sin alimentarse bien.
—<span style="white-space: pre;"> No era necesario que te levantaras. Me pensaba tomar un café por ahí.
—<span style="white-space: pre;"> El mío es más rico — rió Julieta.
—<span style="white-space: pre;"> Por supuesto. Está exquisito. Gracias.
—<span style="white-space: pre;"> No hay por qué.
Julieta parecía una niña, pero tenía en sus hombros el peso de la responsabilidad.
Y era hermosa, como una princesa de un cuento de hadas. Estatura mediana, delgada, cabello castaño, muy largo, impecable.
Juan se levantó y se puso el saco.
—<span style="white-space: pre;"> Hasta luego. Gracias por el desayuno.
—<span style="white-space: pre;"> Que le vaya bien. Va a ver que hoy va a conseguir trabajo. Le pediré a San Cayetano por usted.
—<span style="white-space: pre;"> Gracias, nuevamente.
Por consejo de sus compañeros, fue a varios cafés a ofrecerse como mozo, lavacopas, o lo que fuere.
En uno de ellos, fundado a mediados del siglo XIX, obtuvo la respuesta esperada:
—<span style="white-space: pre;"> Empezás ahora mismo, pibe. Vas a andar bien. Acá vienen personas importantes. Muchos artistas, sobre todo. Vos tenés estudio. Y eso se nota.
—<span style="white-space: pre;"> Gracias señor. Vine a trabajar y a aprender lo que sea necesario.
Juan sirvió cafés, tés, tragos, con amabilidad y destreza.
Luego de varias horas de trabajo intenso, su jefe, Antonio, lo felicitó por su desempeño.
— Por hoy, suficiente, muchacho. Te espero mañana a las 7.
—<span style="white-space: pre;"> Hasta mañana, señor.
Juan caminó hasta la pensión, tarareando un tango. Se sentía completamente feliz. A escasas horas de su llegada tenía empleo, y en un buen lugar.
Julieta estaba concentrada en los nuevos puntos de bordado que le había enseñado su tía Clara. Ese mantel sería reservado para ocasiones especiales.
La puerta de calle estaba abierta. Juan entró, pidiendo permiso.
—<span style="white-space: pre;"> Adelante. ¿Consiguió el trabajo, verdad?
—<span style="white-space: pre;"> Sí, Julieta. Agradecé a San Cayetano, de mi parte.
—<span style="white-space: pre;"> No había ninguna duda. Usted no podía estar más tiempo sin empleo.
—<span style="white-space: pre;"> Gracias por confiar en mí.
—<span style="white-space: pre;"> De nada. ¿Quiere unos mates?
—<span style="white-space: pre;"> Sí, ya estaba extrañando las mateadas de mi pueblo.
—<span style="white-space: pre;"> En esta casa, nunca falta.
Julieta dobló con cuidado el mantel, y lo dejó sobre una silla. Fue a calentar el agua y regresó, enseguida, sonriente.
—<span style="white-space: pre;"> Usted me debe algo.
—<span style="white-space: pre;"> ¿Cómo? Si le pagué a tu padre, una semana por adelantado.
—<span style="white-space: pre;"> Nada material, hombre…
—<span style="white-space: pre;"> Entonces…
—<span style="white-space: pre;"> Quiero saber qué es eso de su “nieta”, cuando según mis cálculos, apenas ha pasado los veinte años de edad.
—<span style="white-space: pre;"> Trateá de ubicarte en 1995.
—<span style="white-space: pre;"> ¿Usted está bien?
—<span style="white-space: pre;"> Intentalo, por favor.
—<span style="white-space: pre;"> Ya estoy grandecita para cuentos infantiles. Tengo quince años.
—<span style="white-space: pre;"> Yo tenía dieciocho, cuando retraté a Lucila.
—<span style="white-space: pre;"> ¿Quién es Lucila? ¿Su novia?
—<span style="white-space: pre;"> No me estás prestando atención. Te repito: Lucila es mi nieta.
—<span style="white-space: pre;"> Bueno, está bien. Lo voy a escuchar. Prometo no interrumpir. Si no entiendo algo, se lo pregunto al final, ¿de acuerdo?
—<span style="white-space: pre;"> Intentaré ser lo más claro posible:
—<span style="white-space: pre;"> Empiece.
—<span style="white-space: pre;"> Año 1995. Lucila cumple sus quince años en un hogar de niños huérfanos. Sus padres murieron en 1990, en un accidente.
Aunque en esa casa todos son muy buenos con ella, no puede disimular la tristeza.
En sus ojos verdes se puede ver su corazón, puro y sincero, pero destrozado.
Había nacido del amor entre Miguel y Alejandra, luego de muchos años de espera.
Durante diez años vivieron, felices, en una hermosa casa, donde se respiraba un clima de paz poco común en las familias.
Su hábito por la lectura, desde muy pequeña, hacía que Miguel se levantara, a diario, en plena madrugada, a apagar la luz de su habitación.
Aquella noche de verano, habían cortado la energía eléctrica.
Alrededor de las 22 hs. decidieron irse a dormir, cada uno con una vela en su mano.
Poco después, el viento abrió las ventanas, alguna de las velas cayó. Un incendio destruyó la vivienda y terminó con la vida de esa pareja tan especial.
Lucila sobrevivió, al ser rescatada por un vecino.
—<span style="white-space: pre;"> ¿Y yo qué tengo que ver en esa historia?
—<span style="white-space: pre;"> Tus ojos… Sus ojos… Esperame, ya vengo.
Juan se levantó y fue a su habitación a buscar el dibujo.
Lo colocó sobre la mesa.
—<span style="white-space: pre;"> Mirá bien. ¿No sentís como si te estuvieras mirando al espejo?
—<span style="white-space: pre;"> Me siento rara. No sé… Tal vez tengas razón, pero es extraño lo que decís.
—<span style="white-space: pre;"> Lo sé.
La tía Clara entró, abruptamente:
—<span style="white-space: pre;"> Buenas tardes, Juan. ¿Cómo le fue?
—<span style="white-space: pre;"> Muy bien, señora. Empecé a trabajar en un café de Avenida de Mayo.
—<span style="white-space: pre;"> Lo felicito.
—<span style="white-space: pre;"> Gracias, señora.
—<span style="white-space: pre;"> ¿Es suyo? — preguntó Clara tomando el dibujo.
—<span style="white-space: pre;"> Sí.
—<span style="white-space: pre;"> ¿Cómo hizo para retratarla tan rápido?
—<span style="white-space: pre;"> No, no es Julieta. Es Lucila — aclaró Juan.
—<span style="white-space: pre;"> Si no hubiera estado asistiendo a mi cuñada en el parto, diría que Lucila es la gemela de Julieta.
—<span style="white-space: pre;"> Sí, señora. Es increíble el parecido.
—<span style="white-space: pre;"> Tráigala cuando guste, a Lucila. Me gustaría conocerla.
—<span style="white-space: pre;"> No va a ser posible. Gracias, de todos modos.
Manuel entró, interrumpiendo la conversación.
—<span style="white-space: pre;"> Buenas tardes. ¿Cómo le ha ido, Juan?
—<span style="white-space: pre;"> Muy bien, señor. Tengo empleo.
—<span style="white-space: pre;"> Lo felicito — le dijo mientras le palmeó la espalda.
Los cuatro se sentaron alrededor de la mesa a tomar mate. Esa imagen parecía la de una familia, no la de los dueños de una pensión y su inquilino…
Cada día que pasaba, Juan se sentía más a gusto con ellos.
Y el amor que había nacido el mismo día que pisó por primera vez la ciudad de Buenos Aires, iba creciendo.
Julieta y Juan no habían vuelto a hablar de Lucila. Sin embargo, Julieta sabía que pronto serían novios, que tendrían hijos y que vivirían juntos para siempre, como en esas novelas de amor que leía, con tanto entusiasmo, desde su niñez.
Habían transcurrido seis meses.
Juan se vinculaba con artistas muy respetados. Cuando tenía oportunidad, comentaba que, además de mozo, era dibujante.
Una tarde de invierno, un pintor le pidió que le mostrara alguna de sus obras. Juan aceptó llevarle sus trabajos al día siguiente, pero el artista debía viajar en pocas horas, entonces le propuso acompañarlo a la pensión.
Juan dudó. Le parecía un atrevimiento. Pero no podía perder la oportunidad.
Cuando llegaron, Manuel se encontraba en la puerta, hablando con un vecino.
Tal fue la sorpresa al reconocer a uno de los pintores más famosos del país, que solo dijo:
—<span style="white-space: pre;"> Hace demasiado frío, señores. Pasen, por favor, tomemos algo caliente.
Mientras Juan fue en busca de sus dibujos, Manuel se quedó conversando con ese artista al que admiró desde siempre.
—<span style="white-space: pre;"> ¡Este material es excelente! Felicitá a tu profesor, de mi parte.
—<span style="white-space: pre;"> No señor, nunca tuve un maestro de dibujo.
—<span style="white-space: pre;"> Si me permitís, yo lo seré, a partir de mi regreso.
—<span style="white-space: pre;"> Le agradezco, pero no podría pagarle. Usted sabe que como mozo, mis ingresos son mínimos.
—<span style="white-space: pre;"> De ninguna manera. No aceptaría un centavo de un artista como vos. Vas a poder trabajar como dibujante. Yo mismo me ocuparé.
—<span style="white-space: pre;"> No sé qué decirle señor.
—<span style="white-space: pre;"> No digas nada. Seguí retratando.
—<span style="white-space: pre;"> Lo haré.
—<span style="white-space: pre;"> Debo irme. Me espera un largo viaje. En cuanto vuelva hablamos, ¿de acuerdo?
—<span style="white-space: pre;"> Sí, señor.
—<span style="white-space: pre;"> Lo esperamos. Buen viaje — dijo Manuel.
Las semanas que siguieron a ese encuentro, Juan organizó sus tiempos: todos los días se dedicaba a dibujar. Cumplía un horario, como si fuese un empleo.
Perros, gatos, árboles, flores, eran trasladados a un papel. Ninguno de ellos hacía cuestionamientos si Juan pasaba horas observándolos.
Una tarde de primavera le propuso a Julieta que fuera su modelo, en exteriores. Ella aceptó, previo permiso de su tía Clara.
—<span style="white-space: pre;"> No vuelvan tarde. Necesito que me dés una mano en la cocina. No tengo nada preparado todavía.
—<span style="white-space: pre;"> Sí, tía. Te voy a ayudar. Hasta luego.
Luego de caminar unas cuadras y de viajar unos minutos en tranvía, decidieron quedarse en una plaza.
Juan comenzó a dibujarla, entre charlas y risas. Su rostro se notaba muy diferente al que había conocido aquella mañana de enero. Sus ojos ya no se mostraban idénticos a los de Lucila. Julieta era feliz.
Lejos de las duras miradas de Clara y Manuel, se besaron por primera vez. No hacían falta las palabras. Estaban seguros uno del otro. El amor había sido recíproco, desde el primer momento.
Así comenzó una relación pura, sincera, auténtica, que duraría más de medio siglo.
Durante algunas semanas, la mantuvieron en secreto. Juan tenía que ofrecerle un mejor futuro a Julieta, antes de pedir su mano a Manuel.
Esperó el regreso de su mentor.
Cuando volvieron a encontrarse, Juan pudo mostrar decenas de dibujos muy variados.
Fue entonces cuando su nuevo maestro lo recomendó para un importante semanario.
Juan decidió continuar con ambos empleos.
—<span style="white-space: pre;"> Buenas noches, don Manuel. Necesito hablar con usted, a solas.
—<span style="white-space: pre;"> Sí, muchacho. ¿Vamos al bar de la esquina?
—<span style="white-space: pre;"> Como usted prefiera, señor.
Los dos grandes amores de Julieta, su padre y su novio, salieron sin explicación alguna, y tardaron dos horas en regresar.
—<span style="white-space: pre;"> Hermana: te presento a tu futuro sobrino político.
—<span style="white-space: pre;"> Bienvenido, m´hijo. De más está aclarar que yo ya te consideraba como tal hace tiempo — dijo Clara, riendo.
—<span style="white-space: pre;"> Gracias, tía.
—<span style="white-space: pre;"> ¿O ustedes se piensan que me creí eso de ser “modelo” de un artista como Juan?
—<span style="white-space: pre;"> ¿Cuántos retratos me hiciste? — preguntó Julieta.
—<span style="white-space: pre;"> Muchísimos. Si quieren los voy a buscar a la pieza…
—<span style="white-space: pre;"> No hace falta. Sólo estaba bromeando.
Al año siguiente se unieron en matrimonio en una la iglesia Santa Catalina.
Familiares y amigos de Juan, viajaron para presenciar el acontecimiento.
Cincuenta años más tarde pudieron celebrar sus bodas de oro, junto a su único hijo.
En 1980 Lucila abrió sus ojos, idénticos a los de Julieta, meses antes de que su abuela los cerrara para siempre.
Juan fue al encuentro de su amada esposa, al poco tiempo.
Autora: Sra. Elizabeth Lencina