Llegó el día. Historia, gloria, karma… Palabras que pasaron por su mente a lo largo de una jornada cargada de ansiedad. Ahora se abrazan, lloran y cantan. El ritmo es entrecortado, claro, por culpa de la emoción y de las lágrimas. Abuelo, padre y nieto se congregan en un Nuevo Gasómetro exultante por el triunfo en la segunda final ante Nacional de Paraguay (la ida había terminado 1-1). Tres generaciones unidas por la sangre, que no sólo comparte grupo y factor, sino también colores: azul y rojo. “Pensé que nunca iba a vivir esto”, dice el sexagenario. Es lógico, porque era la deuda eterna (y externa) del club. Por ende, lograr el título es prácticamente quemar los libros. “Pero el Patón Bauza y sus muchachos te dieron el gusto”, responde el treintañero. Y el más pequeño, con una camiseta de Romagnoli que le llega por las rodillas, ríe.
El que no llega a diez pero lleva puesta la 10, no termina de entender todo lo que esta conquista significa. Sin embargo, recuerda perfectamente el día que vio la camiseta azulgrana en televisión y sintió amor a primera vista Es que el amor es así, no entiende de razones. Se siente o no se siente. “Se puede cambiar de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios… Pero hay una cosa que no se puede cambiar: de pasión”, dice Guillermo Francella en El secreto de sus ojos, en la piel del entrañable Pablo Sandoval. Entonces, el sentimiento trasciende las edades, las miserias y las cuentas pendientes que pueda tener el club que se elige y al que se le será fiel hasta el último de los días.
Entonces, el nieto pregunta: “¿Por qué llorás, abuelo?”. “Tenemos 106 años de historia y llevábamos 54 de frustraciones en la Copa Libertadores. Son muchas cosas, mucho sufrimiento…”, intenta explicar el mayor de la familia, que era muy chico cuando en 1960, en la primera edición, la dirigencia de San Lorenzo se tentó con el vil metal y lo cambió por la cesión de la localía a Peñarol en una tercera y definitiva semifinal. Sí recuerda, porque dio el presente, el último partido en el estadio de la avenida La Plata en 1979, antes de que la intendencia de la Ciudad de Buenos Aires, avalada por el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional expropiara el terreno. También estuvo cuando el conjunto azulgrana se transformó en el primer grande en descender. “Pensar que hace dos años casi nos vamos a la B por segunda vez. Mirá donde estamos ahora”, recuerda el padre. “Ya no me van a cargar con eso de que CASLA significa Club Atlético Sin Libertadores de América”, esboza el mini Romagnoli, mientras el original levanta la Copa. Nunca más. Ellos tres y otros tantos miles ya tienen Papa, Tierra Santa y el cáliz que tanto se hizo desear. “Ya no me van a poder decir que para ser grande hay que ganar la Copa”, se alegra el treintañero, recordando el interminable debate de café: ¿Qué aspecto determina la grandeza de un club? La pregunta retumba desde hace años en cualquier bar, asado dominguero o en la redacción de un diario. La cantidad de hinchas, de títulos, el estadio, las instalaciones que posee y siguen las razones.
Grande es ese pueblo, desperdigado por el mundo, pero con capital en San Juan y Boedo. Porque no es una hinchada. Es un pueblo que hace de la bandera, de los colores y de su barrio su propia religión. Grande es convertirse en el primero de los cinco equipos más convocantes en perder la categoría y que la campaña en la segunda división se transforme en una revolución social sin precedentes. Grande es quedarte sin estadio por los negocios turbios de un gobierno de facto, construir otro y mover miles de personas hambrientas de justicia para recuperar los terrenos perdidos y así concretar el operativo retorno. Ellos juran, por todos los Santos, que van “a volver”. Y por el amor que los mueve, hay que darlo por hecho. Grande es seguir soñando hasta cumplir el anhelo más deseado y postergado. Grande es ganar la Copa que le faltaba. Gran Lorenzo, un sentimiento que es un Ciclón.