Avellaneda no es Puerto Rico y a este Don Omar no le gusta conquistar el centro de la pista para agitar las caderas. De Felippe y el reggaeton tienen tanto en común como Independiente y la B Nacional: una canción al pasar, casi un accidente. Sin embargo, el entrenador trató de ponerle su propio ritmo al Rojo. Lo agarró en la lona y le sopló una suave melodía futbolística para levantarlo. Frente a los nubarrones, le tocó elevar la voz y poner la cara para proteger al plantel. Entre el inicio y el final de su era, se sucedieron 39 partidos. En las buenas y en las malas, en silencio o con un grito oportuno, su figura siempre se hizo notar.
“Si me ponía a pensar en las urgencias, no venía”. Arribó a fines de agosto, cuando el conjunto de Avellaneda aún no conocía la victoria en la segunda categoría. El, que acababa de irse de Quilmes tras asegurarle la permanencia, avisó que no hacía magia. Se apoyó en los más experimentados -con el Rolfi Montenegro a la cabeza-, que llevaban la voz cantante. Con maniobras sigilosas, sacó a Alderete, Menéndez y Razzotti. Le redobló la confianza a Diego Rodríguez y desplazó a Morel Rodríguez, que tuvo idas y vueltas con el DT, hacia el lateral izquierdo. Y el equipo salió a flote. Sólo perdió con Almirante Brown, en una noche en la que el entrenador pegó sus primeros gritos en el vestuario y les dio a los futbolistas la bienvenida a la B Nacional. El Rojo se fue de vacaciones en puestos de ascenso, con 38 unidades.
“La segunda rueda nos encontrará fortalecidos”, avisó De Felippe en el verano. Sin embargo, todo se complicó. Omar dejó por un instante sus convicciones, retocó el esquema para incluir a Insúa y lo sufrió. Desapareció el equilibrio de los encuentros anteriores y el elenco acumuló 8 cotejos sin triunfos, lo que lo alejó de la posibilidad de subir. Entonces, viró hacia el ascetismo. Disminuyó las apariciones mediáticas, abandonó las cábalas tuiteras (“En el micro rumbo al estadio”) y, disgustado por los rumores de renuncia, sólo abrió la boca los viernes y en las conferencias post-partido. Le alcanzó para hacerse escuchar: habló poco, pero dijo mucho. “Hay que seguir haciendo escuela, que los jugadores tengan su intimidad. El vestuario es una familia”, reclamó en abril, tras desmentir su salida. Eso no fue todo: un mes más tarde, se quejó públicamente por el vacío dirigencial y las deudas con los empleados y los jugadores: “Esto es un quilombo”. A los pocos días, se aceleraba el acuerdo con la oposición y Cantero dejaba la presidencia.
Ni siquiera la alegría del final lo sacó del libreto. Hombre de pocas palabras, tras vencer a Huracán se limitó a recordar que llegó con el equipo “casi yéndose a la B Metropolitana y hoy está en Primera otra vez”. Suficiente. Sus cambios fueron silenciosos. Habló más, habló menos. Ganó más, ganó menos. En las buenas y en las malas, Independiente llevó su sello.