Quien se disponga a la lectura en el espacio público porteño podrá volcarse, por ejemplo, a la Plaza Rayuela –ex del Lector, en Las Heras y Agüero–, puesto número uno en este ranking de lugares gratuitos elegidos según las opiniones de destacados escritores y/o periodistas de Hispanoamérica, todos ellos ávidos lectores y paseantes compulsivos que gustan de perderse con menos mapa que intuición. Aquí estamos, entonces, cotejando los votos con la presencia in situ dedicada a la lectura a cielo abierto. Por ahora, antes del mediodía, se tolera bastante bien el frío, cuando la resolana matinal provoca una reminiscencia de calor en rostros y gatos. Llegados a la plaza, catorce retratos de escritores nos dan marco: son figuras hechas por el dibujante Pablo Bernasconi en base a signos reconocibles de la vida y la obra de cada uno: un Horacio Quiroga constituido por plumas, un Samuel Beckett devenido en un manojo enredado de sillas, en una de las cuales un hombre se dedica a esperar. El clímax ocurre al desembocar en el margen izquierdo de la bandera argentina, al llegar al retrato de William Shakespeare coronado por la cita: “Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme el rey de un espacio infinito”. Y será finalmente recibir, unos pasos después, un golpe al corazón del ego: “Es mejor tener la boca cerrada y parecer estúpido a abrirla y disipar la duda”, bajo la caricatura de Mark Twain. Entonces, la mira se deposita en los islotes individuales en el terreno, que permiten la lectura a solas, reponiendo intimidad bajo la mirada de los otros. Uno se sienta en un banco, y se percibe una complicidad silenciosa entre lectores; sólo los excéntricos –uno creería– podrían compartir el banco, en el islote sobre la calle Agüero, con las esculturas de Evita, Perón y un perrito, de un verismo escalofriante derivado de las manos del artista Fernando Pugliese. Habitan, esas esculturas que se inauguraron este mes, el lugar en el que vivió la pareja entre 1946 y 1952, “demolido por la dictadura de la Revolución Libertadora”, como afirma en la placa Horacio González, director de la Biblioteca.
A la siguiente locación, se puede llegar caminando: es la librería más grande de Latinoamérica, mencionada como atracción turística, tomada por la firma El Ateneo Grand Splendid, en Santa Fe casi llegando a Callao. Se sugiere subir al primer piso, dar la media vuelta apreciando la arquitectura original heredada del antiguo teatro en el que llegó a brillar Carlos Gardel, cuando grababa para el sello Nacional Odeón. Cola al piso al fondo, en un rincón, sin que nadie nos exija pagar o comprar, en una tierra amablemente liberada: es sólo el cuerpo, el libro y la alfombra rústica ideal para el invierno. Acá estamos: palco del primer piso, en los altos que permiten ganar perspectiva y estar más cerca de la obra que impresiona desde la cúpula: Alegoría de la paz ante los festejos del fin de la Primera Guerra (Nazareno Orlando, 1919). Guirnaldas de flores, palomas, nubes, ángeles y ninfas nos envuelven como si pudiéramos tocarlos, cuando la ensoñación es ayudada por la prosa o la poesía que leemos, y aquí estamos en el corazón de lo que parece ser una inmensa torta de bodas bordeada por los palcos, los escudos, las lamparitas encendidas a toda hora. El constante tintineo de los pocillos desde el café contiguo, lo vuelve todo aun más encantador, y uno tiende a sumergirse en la lectura con una sensación de bienestar que supera la molestia de algún empujón o aluvión infantil de vacaciones.
Ya se hizo tarde, ya no hay sol (no es la mejor hora) cuando llegamos a la Plaza Roberto Arlt, quizás tan mencionada en esta encuesta por su raigambre literaria desde el propio nombre. Se tolera, por ahora, el frío en estas gradas alineadas que dominan el área de la calle Esmeralda, y aquí estamos –oficinistas de salida del trabajo, vendedores de medias consustanciados con el protagonista de El juguete rabioso, miembros de la policía montada haciendo pastar a sus yeguas y quien esto escribe– mirando hacia adelante, en prolija disposición teatral sólo que aquí somos espectadores sin espectáculo, envueltos en sonido ambiente: una radio a pilas con un conductor de FM suave, conversación al celular, charlas de viandantes que se devoran un almuerzo-cena del mismo tupper, el cronista abriendo las Aguafuertes porteñas como rindiendo tributo al autor que da nombre al lugar y que solía deambular por la zona en una pausa de sus labores en el diario El Mundo –Maipú 555, donde hoy funciona Radio Nacional–.
Esto sigue en las alturas del Palacio Barolo, en la buhardilla del piso 15: recoveco cuasi secreto y de acceso público en el edificio ideado por el italiano Mario Palanti, gemelo del Palacio Salvo de Montevideo, sólo superado en altura por el Kavanagh en 1936. Aquí nos detenemos, en una escalerita caracol con vista al sur, casi al cierre de la tarde, con la ciudad a nuestros pies vista por la ventanilla vertical, atmósfera gótica, horizonte llano e infinito, típico ennegrecimiento del centro, típico cemento gastado, y techos de chapa, y de vuelta a la lectura, y luego es levantar la mirada para despedirnos y ver una inmensa antena bicolor proyectada al cielo, sólo interrumpidos en nuestro ensimismamiento por el ruido convulsivo de un ascensor anciano.
La jornada de lectura se cierra en el majestuoso lobby del antiguo edificio Otto Wulff, en Belgrano 601 (cruce con Perú), que mantiene –para observadores tenaces– sus rasgos de estilo Jugendstil –versión alemana del Art Nouveau–, exactamente 100 años después (se cumple este año su centenario) de que fuera edificado sobre las ruinas de la antaño Casa de la vieja virreina. Lo sugieren los votantes más aguerridos en esta micro encuesta: Salga, ciudadano, a la calle, diríjase a la avenida Belgrano y recupere con el uso nuestros edificios nobles –aun aquellos comprados o alquilados por las cadenas de café y/o servicios–. Infíltrese pasando por la puerta original de madera que la cadena Starbucks atinó bien a conservar, y siéntese en los sillones del extremo norte del salón o en la gran mesa colectiva, allí donde la mezcla de mochilas, papeles, lapiceras y vasos, así como su difusa correspondencia a una mesa lo eximirán –si así lo prefiere– de pagar consumición. Lea, y después levante la mirada y observe las carpinterías originales y algo del espíritu del edificio Otto Wulff –que, con sus 60 metros, llegó a reinar en lo más alto de Buenos Aires durante la primera mitad del Siglo XX– se hará presente. Recomendación: ya terminada la lectura, conviene salir y quedarse mirando los ocho atalantes que, junto con los cóndores de cinco metros de altura, embellecen la fachada y las dos cúpulas, y reponen cierto carácter épico al mero hecho de vivir en Buenos Aires.
Fuente: Clarín