“También el arte debe guiar al amor“, se lee en la entrada de La seducción fatal. Imaginarios eróticos del siglo XIX que se exhibe en el Museo Nacional de Bellas Artes. La frase forma parte del poema El arte de amar, de Ovidio. No es casual que amor y sexualidad se encuentren en una muestra artística ya que, en la historia del desarrollo humano, el uno nace de la otra. Lo que sucedió en el siglo que se investiga aquí, el XIX, es que se buscó inhibir este vínculo. En su libro Cada vez que decimos adiós, John Berger se ha ocupado de explicar la razones de esta inhibición al indicar que en la práctica capitalista –en el momento en que el capitalismo se imponía en el mundo entero– el amor debía ser reducido a lo privado ya que la concepción del tiempo en términos productivos no dejaba lugar para la energía del amor, dispersa, avasallante. A esto se le suma la sexualidad restringida a la reproducción para poblar el futuro. El arte no quedó exento de estas tensiones, que rebasaban el espacio privado para ser sociales y políticas. Bajo esa luz, La seducción fatal se transforma en un recorrido cautivante por los imaginarios del amor y el sexo cuya encarnación principal es –nada casualmente– el cuerpo de las mujeres. Y si bien los artistas eran en su mayoría varones, resulta perturbador el modo en que en varias de las 65 obras exhibidas –pinturas, esculturas pero también grabados dibujos, fotografías e impresos– las mujeres se abren paso, se imponen como dueñas de su deseo.
“El recorte temporal de esta muestra abarca el siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial, cuando la antigua imaginería erótica de Occidente se reformuló para el consumo burgués“, explica la curadora Laura Malossetti Costa, doctora en Historia del Arte e investigadora del CONICET. Y agrega: “Esto se ve, por ejemplo, a través de la mirada orientalista desde que se tradujeron Las mil y una noches en el siglo XVIII y desde que Europa empieza a tener una expansión imperial hacia Oriente. Es decir, todo ese erotismo considerado exótico –con sus harenes, sultanes y lujos– alimentó la imaginación de Europa. E incluso, en algunos casos, se fusionó con los imaginarios religiosos, como en Las mensajeras de Satanás, de Étienne Dinet. Esa es una extraña pintura que alude a esta cuestión en clave moralizante, aunque de un modo ambiguo en su gestualidad: un Satanás de aspecto oriental y dimensiones sobrehumanas instruye a sus esclavas con la palabra, según vemos en el gesto de su mano izquierda, mientras sujeta por la muñeca a una de ellas, que parece resistirse a escucharlo. Pero la imaginería erótica también se transformó por cuestiones más pragmáticas, como los nuevos lugares que las mujeres comenzaron a ocupar en la sociedad del trabajo.”
“Esta exposición reúne un conjunto de obras que conformaron la cultura de una elite que instaló en Buenos Aires los hábitos y gustos de una modernidad urbana europeizada, pero también un nuevo ordenamiento de los cuerpos, del deseo y de las relaciones de género“, continúa. En ese sentido, se exhibe obra de artistas europeos y argentinos –y también del uruguayo Juan Manuel Blanes– en un momento donde los viajes por el mundo comenzaban a ser frecuentes y, en consecuencia, a crear miradas híbridas. Una evidencia es la serie de pinturas de rapto, como La cautiva, de Blanes (pintada alrededor de 1880). “El rapto como representación del deseo de tomar por la fuerza a una mujer, aparece desde la antigüedad como un motivo básico del erotismo masculino a través de los toros y los centauros con cuerpo de hombre y de caballo. En el siglo XIX aquí el indio pasó a ser una suerte de centauro que se robaba a las mujeres blancas y así se inscribió en el imaginario aunque en realidad fueran muchas más las indias secuestradas por varones blancos“, explica.
Justamente, el guión curatorial está organizado en cinco núcleos: Erotismo y violencia: el rapto; Prisioneras y cautivas; Desnudo, voyeurismo y trasgresión; Seductoras fatales y musas modernas. En ellos, el cuerpo desnudo ocupa un parte importante. “El cuerpo desnudo fue prácticamente sinónimo de arte en la cultura occidental moderna hasta comienzos del siglo XX. Fue el punto de llegada en la educación artística desde la formación de las primeras academias europeas: el gran género de la pintura de historia exigía el desnudo de los dioses y de los hombres y mujeres antiguos. Pero el desnudo femenino fue prevaleciendo de un modo abrumador, y adquirió una tal autonomía que sobre el fin del siglo XIX se pintaron miles de imágenes suavemente eróticas de mujeres para el consumo burgués. El cuerpo femenino fue la imagen misma de la belleza artística“, se lee en el catálogo. Fueron los vanguardistas quienes redoblaron la apuesta y apostaron por la belleza en su aspecto terrenal. Esto se advierte en una de las obras centrales de la muestra: El despertar de la criada, de Eduardo Sívori (1887) que tanto revuelo causó al cambiar los desnudos marmóreos de diosas rubias por la tosca exhuberancia de una empleada que muchos años más tarde podría haber sido considerada una “cabecita negra“. “Los desnudos pintados a fines de la década de 1880 por Sívori y Eduardo Schiaffino construyeron un erotismo otro, problemático. Ninguno de esos cuerpos respondía a los cánones tradicionales de belleza y sensualidad que triunfaban en los salones y que ellos mismos valoraron como obras para integrar al museo y las colecciones argentinas“, observa la curadora. De hecho, la muestra está armada casi en su totalidad con la colección del Museo. Algunas de ellas se exhiben por primera vez, como el caso de La visión de Fray Martín –con la Duda convertida en diosa lúbrica que doblega al religioso– del español Vicente Nicolau Cotanda.
Pero a la vez, la idea de La mirada fatal es transformar el carácter sacralizado de “obras de arte de museo” según una nueva mirada, vinculándolas con otras manifestaciones de la cultura popular de su tiempo. Por eso se incluyen folletos y revistas cedidos por la Biblioteca Nacional. También se suman daguerrotipos y una sección de cine erótico y pornográfico de comienzos del siglo XX en Buenos Aires. Todas estas son joyas raras y evidencian que el deseo es una brasa ardiente que atizan dos: quien mira y quien es mirado. Poco importa que entre ambos se abra un abismo de tiempo. En esa fatalidad radica el encanto de esta muestra.