Este martes, los EE.UU. volverán a producir uno de esos milagros terrenales que los hacen sentir un país excepcional, al menos cada cuatro años: alrededor de un 60% de su población en condiciones de votar (menos de 150 millones de norteamericanos) decidirán quién guiará los destinos de la (todavía) principal potencia mundial, si el actual presidente demócrata Barack Obama o su contrincante republicano, Mitt Romney. Se trata de dos candidatos que representan visiones radicalmente opuestas y en varios temas antagónicas, pero ¬y aquí el milagro de la democracia estadounidense- es sabido que una vez elegidos esa distancia sideral entre el negro y el blanco se estrecha apenas a un pequeño rango de grises: gane quien gane hará cosas bastante parecidas en materia de política exterior.
Ni qué hablar respecto de América latina, relegada a un lugar muy marginal en la agenda de Washington y prácticamente inexistente en esta campaña. Y menos aún, respecto de la Argentina, cuyo nombre apenas suena en la Casa Blanca solo como problema lejano, travesura u omisión. Por eso es que poco importa para nosotros como argentinos quién va a ganar este martes las elecciones presidenciales norteamericanas. Pero la pregunta no es ociosa: ¿nos conviene que gane Obama o Romney? Quienes piensan en términos de conveniencias económicas y comerciales o cálculos de oportunidad suelen inclinar su preferencia por los republicanos: más partidarios del librecomercio y atentos a buscar socios e interlocutores en el mundo de los negocios de la región. También suelen equivocarse: las promesas de Bush hijo sobre acuerdos preferenciales con México, el ALCA y la mar en coche terminaron desechas en el desastre de Irak y la bancarrota del 2008.
Quienes piensan en términos de cooperación para el desarrollo, preocupación por los derechos humanos y consensos progresistas tienden a preferir a los demócratas, pero también pueden equivocarse: no es mucho lo que el primer mandato de Obama pudo ofrecer a América latina. El duelo Obama-Romney viene muy parejo y parece de- pender de un angosto margen de diferencia que pondrán los indecisos e independientes; un cuerpo a cuerpo comparable al ocurrido entre George W. Bush y Al Gore en las elecciones de 2000. Tal vez el huracán Sandy le dé al actual mandatario el empujón que le falta para su reelección, o serán los 18 votos de Ohio los que decidan si ocurriera un empate en el Colegio Electoral. Está claro que si el resto del mundo pudiera votar en las elecciones estadounidenses ganaría Obama por goleada, pero no es la política exterior el tema decisivo que inclina la balanza de las preferencias, sino uno doméstico y exclusivo: economía y empleo. Pero la pregunta que debe hacerse es quién estará mejor preparado para enfrentar los desafíos internacionales, esperables e inesperados, de los próximos cuatro años.
Si un presidente demócrata liberal que complete sus dos términos acompañando la transición de un mundo unipolar y cojo, como el que emergió hace dos décadas, a otro multipolar, buscando fortalecer los compromisos multilaterales. O uno republicano y conservador, que fluctuará entre el repliegue defensivo, el aislacionismo y un intervencionismo más inclinado a la actuación unilateral. Entre la indiferencia y la distancia, la Argentina no se verá afectada en forma decisiva con uno u otro. No lo ha sido en el pasado y menos ahora, cuando la influencia de los EE.UU. en la región y el mundo debe coexistir con otras realidades y poderes emergentes. Pero la reelección de Obama ofrece, al menos, un horizonte sin sobresaltos adicionales a los que ya tenemos y tendremos.